1 de agosto de 2017
Dicen que en estos días se
encuentra en Estados Unidos, tal vez en Miami. Dicen que sus muy buenas
relaciones con los jueces federales (Canicoba Corral, invitado a sus asados
camperos, es uno de ellos) posiblemente lo hagan zafar de un destino más agrio que
la ruina social que le dejó su paso por la función pública. Sea como fuere,
Guillermo René Scarcella, dícese para los íntimos el Gordo Scarcella, entró en
el sinuoso laberinto del espanto: procesado o no, condenado o no por el fiscal
Álvaro Garganta, difícilmente encuentre, con cierta dignidad, una salida a la
encrucijada que lo mantiene, de la peor forma, en la tapa de los diarios y las
conversaciones vecinales. Ayer y en la antevíspera, los diarios Clarín y La
Nación, tras unos meses de descanso, le dedicaron una última noticia: la
imputación por enriquecimiento ilícito donde deberá responder, entre otros
funcionarios de ABSA de la gestión de su amigo Daniel Scioli, por el destino de
algo así como 52 millones de pesos. Clarín además se explayó sobre los
múltiples negocios de Scarcella, ya no sólo los del rubro hotelero. Que sea el propietario
(junto a un socio foráneo) de la cerrada y ex glamorosa Posada de los Pájaros
parece un detalle menor, como las hectáreas (miles, sostienen las fuentes) y
las innumerables propiedades que dispone en Tandil, amén de la millonada -incomprobable-
que aseguran haber encanutado en algún paraíso fiscal de exótica procedencia.
A esta altura, a Scarcella sólo
le queda el camino que eligió: un denso, prolongado y estoico silencio. No es
un hombre que le guste cerrar la boca cuando llueven los golpes y prueba de
ello parece haber sido el agrio contrapunto telefónico que protagonizó
con un fuerte empresario mediático local, cuando su nombre trepó
a la tapa de todos los diarios, incluidos los medios del propio pago chico.
Quizá en ese cruce iracundo, El Hijo del Zapatero le haya recordado al empresario
que había sido él, Scarcella, el operador que supo manejar buena parte de la
pauta publicitaria (en blanco o en negro) de su jefe político Daniel Scioli,
cuando nadie esperaba que al entonces gobernador de la provincia se le escapara
la obsesión de su vida: sentarse en el sillón de Rivadavia. Principio y fin de
la hora amarga del abogado y ex profesor de tenis que le hizo saber al mundo, a
los 14 años, la matriz de la que estaba hecho un hombre llamado a ser
multimillonario luego de sepultar cualquier aprehensión, pudor o escrúpulo
moral: fue él mismo, en el chalé paterno
del Barrio Jardín, quien parado en la puerta de la casa -cual portero del
capitalismo púber- cobró la entrada a sus amigos y compañeros de secundario al
asalto que había organizado. Con una pulsión semejante, era sabido que Scarcella
estaba condenado al éxito o al bochorno.
Ocurrieron, en cierto modo, las
dos cosas. A bordo del Mini Cooper o del Porsche que le compró a Maradona, el entonces
presidente de la empresa Aguas Bonaerenses se paseó por Tandil exhibiendo la
rotunda felicidad del hombre al que parecía no importarle que le contaran las
costillas o se dijera de él lo que medio mundo pensaba: que difícilmente la
fortuna amasada la había hecho trabajando. Scarcella nunca estuvo ajeno a lo
que se decía en los mentideros del empedrado, pero difícilmente haya imaginado
lo que podía ocurrir tras la derrota, en toda la línea, del kirchnerismo.
Señalado como el cajero y testaferro de Scioli, tras el triunfo de Macri y Vidal
y la denuncia de Elisa Carrió que lo dejó en la mira telescópica del fiscal
Garganta, su figura desde hace meses tomó una densidad fantasmagórica.
Quienes conocen los intersticios
y recovecos de la Justicia y sobre todos quienes saben medir las fluidas
relaciones que labró con buena parte de la crema de los magistrados federales
(a algunos de ellos les enseñó a jugar al tenis), dudan que Scarcella, además
del escrache público, deba rendir cuentas en los ámbitos judiciales. Pero de lo
que no pudo zafar, fronteras adentro de la ciudad que lo vio nacer, es que su
meteórica trayectoria al poder y la brutal caída a la deshonra y el descrédito
arrastró también a buena parte de su familia. Ayer Clarín sindicó que Scarcella
era dueño de algunas agencias de lotería en nuestra ciudad y de paso informó
que una de ellas, ubicada en Villa Italia, lleva como nombre de fantasía el
apodo de su madre: La Pocha.
Es la misma Pocha que en 1973 vendió las
30 esclavas de oro para comprar la parte de los cuatro socios que junto a su
marido Oscar componían la sociedad original que adquirió las veinte
hectáreas donde habría de construirse la Hostería La Cascada. El dinero de las pulseras fue a parar a los bolsillos de los empresarios Walter Levy, Juan V.
Martínez Belza, Nachimowicz y Gilabert, ex propietario de la Sedería Rex. En
ese momento nadie pensaba que el turismo iba florecer como floreció y que el
hijo pródigo del ex zapatero de Tressam habría de ser iluminado por las luces
de neón de una marquesina que incluyó ganancias por millones y la muerte civil
de todo aquel vecino que, aún sin ser condenado penalmente, queda expuesto en
el panteón de la vergüenza como un delincuente común. Si alguna vez Scarcella
demuestra que no lo fue, que su gestión en la función pública descolló por la
decencia y la austeridad, que no se llevó un solo centavo del bolsillo de los
bonaerenses y toda esta trama que lo hunde en el bochorno resulta la ficción de
un fiscal perverso, la noticia será otra. Por ahora el abogado exitoso sigue
enredado entre los vericuetos de un oscuro laberinto que empezó a construir con
delicada paciencia la tardecita en que no bastaron ni la Coca de los varones ni
las tortas Exquisita de las chicas para amenizar la tertulia adolescente: al
convertirse en el cajero del asalto que organizó en su casa empezó a cifrar las
huellas de su inequívoco destino.
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Datos extraidos de Casas de Hoy